Fue en sus opulentos vagones donde Hércules Poirot resolvió uno de sus casos más peliagudos, y en otros inspirados en ellos donde Hitchcock hizo desaparecer a una adorable ancianita en Alarma en el Expreso o donde James Bond, en Desde Rusia con Amor, protagonizó una pelea contra un malo malísimo que se convirtió en todo un clásico del cine de acción. Desde que en 1883 el empresario belga Georges Nagelmackers echara a andar por los raíles de Europa al que un periodista definiera entonces como “la alfombra mágica hacia Oriente”, este rey de los trenes y tren de los reyes ha suscitado puñados de películas y libros. De hecho, el Asesinato en el coche de Calais de Agatha Christie no se convirtió en un best seller hasta que, en una edición posterior, la gran autora tuvo el acierto de rebautizarlo con el título mucho más intrigante de Asesinato en el Orient-Express en honor a este expreso del que fuera fan absoluta.
Los años gloriosos… y el ocaso
Ya en sus primeros viajes entre París y Constantinopla, que todavía no se llamaba Estambul, el tren quedó aupado para siempre al Olimpo de los mitos. En sus vagones de maderas nobles, revestidos con tapicerías de seda y terciopelo, alfombras persas y todos los lujos al alcance de aquellos días, se desplazaba de un lado al otro del continente la flor y nata del momento. Aristócratas y testas coronadas, diplomáticos y espías, jugadores y cortesanas, amén de un ejército de personajes estrafalarios, añadieron su granito de arena para –quién sabe si adrede o sin querer– contribuir a su leyenda con peripecias tan sonadas como cuando el tren quedó atascado en la nieve y los caballeros de a bordo tuvieron que disparar a los lobos, cuando unos asaltantes tomaron rehenes entre tan ilustre pasaje, cuando Mata-Hari viajó en él o cuando Boris de Bulgaria se empeñó en conducirlo a toda velocidad mientras atravesaba su país. Por no hablar de la aparición estelar de Isadora Duncan en el salón, vestida únicamente con un velo y, al parecer, colocado en el lugar menos apropiado. Episodios todos que en el legendario Orient-Express juran como ciertos a pesar de que parezcan más cosa de ficción.
Fueron sin duda reales los años locos del periodo de entreguerras, cuando el tren alcanzó su mayor gloria y las excentricidades de sus pasajeros salpimentaban un día sí y otro también las crónicas sociales de la época. Pero no fue menos real su progresiva decadencia tras la Segunda Guerra Mundial, cuando la Europa desolada que asomaba del otro lado de las ventanillas invitaba poco a la frivolidad y el derroche. Esta vieja gloria, cada vez más ajada, acabó enganchándose a vagones del todo anodinos que agotaron sus días acarreando a inmigrantes europeos en busca de oportunidades. Con la puntilla final del triunfo del avión, la mejora de las carreteras y el avance de los trenes modernos, el Orient-Express como tal hizo su último viaje en mayo del año 1977.
El renacer de un mito
Apenas unos meses más tarde se subastaban en Montecarlo algunos de sus vagones. En una pugna de infarto con el rey de Marruecos, James Sherwood –propietario ya del fabuloso hotel Cipriani de Venecia– se hizo con dos de ellos con la idea de remozarlos y servirle en bandeja de plata a un puñado de elegidos un viaje al pasado con destino final en la ciudad de los canales. Sin embargo, el proyecto fue a mayores y el americano y su esposa se embarcaron en la aventura de ir localizando aquí y allá otros coches-cama con pedigrí para armar de nuevo el tren. Por las esquinas más insólitas adquirieron viejos vagones como el actual 3483, que en su día utilizaran los nazis, o el 3539, que sirvió para transportar al ejército estadounidense en plena guerra; el 3544, que durante ésta varó en Limoges y acabo oficiando como burdel, o el 3425, que formaba parte del convoy del que se servía el rey Carol de Rumanía para sus amoríos clandestinos. Tras comprarlos, uno por uno irían pasando por las manos de Gérard Gallet, el encargado de devolverle el lustre a las marqueterías de René Prou, Morison y Nelson, los cristales de Lalique y los paneles de caoba y lacados chinescos que hoy lucen en los elegantísimos coches-restaurante del ahora llamado Venice Simplon-Orient-Express, que arrancó su nueva andadura en 1982.
Actualmente el tren enfila por un buen puñado de itinerarios que incluyen ciudades como Venecia, Cracovia, Viena o Budapest, y de duración también muy variable: desde la decena de horas entre Londres y París (a partir de 730 €) hasta la casi semana que supone su recorrido mítico entre París y Estambul (desde unos 11.000 €). Este último viaje sólo se realiza una vez en cada sentido –entre finales de agosto y principios de septiembre– y, a diferencia de cualquier otro, las noches no sólo se hacen a bordo sino que se combinan con estancias en grandes hoteles diseminados por la ruta. Todos los demás pueden realizarse entre marzo y noviembre, porque el resto del año esta vieja dama se retira a sus aposentos para barnizar sus marqueterías, mimar sus tapicerías y revisar cada detalle de su decoración de la Belle Époque para lucir impecable en la temporada siguiente.
Hoteles: Sueños de nostalgia
Hoy todos los que suben en el Orient-Express (www.orient-express.com) tienen casi por unanimidad algo importante que celebrar: desde una pedida de mano hasta unas bodas de oro. Y es que la experiencia, y sus precios, son de esos de una vez en la vida. Salvo en los trayectos cortos en los que no se precisa hacer noche o en el recorrido mítico entre París y Estambul –en el que también se recala en algunos de los mejores hoteles y restaurantes de la ruta–, en el billete quedan incluidos el alojamiento a bordo y todas las comidas. Para lo primero, los asistentes de los coches-cama se encargan tras la cena de transformar en literas el sofá de cada cabina, en la que durante el día se sirve desde el desayuno hasta el té, y adonde retirarse a leer o a disfrutar del paisaje cuando no apetezca hacerlo en los salones comunes. El alojamiento tiene limitaciones inevitables. Además de poco espacio, las cabinas cuentan con lavabo, pero no con baño propio, ya que se ha priorizado conservar la estructura original de los compartimentos, que en los años 20 no tenían estas facilidades. La gastronomía de a bordo sí puede sin embargo compararse con el mejor de los restaurantes. Y eso que para complacer a los 265 comensales que puede atender el Orient-Express los chefs tienen que apañárselas en tres cocinas de apenas trece metros cuadrados, por supuesto en movimiento. Todo, salvo la bollería o el pan, se prepara en ellas, por lo que en cada estación aguardan proveedores de langostas aún vivas, verduras frescas y demás exquisiteces, que el equipo de cocina supervisa en los mismos andenes en cuanto los pasajeros han terminado de salir para hacer alguna excursión.
Además del trayecto emblemático entre París y Estambul, que sólo se realiza una vez al año en cada sentido, –el 31 de agosto y el 7 de septiembre en este año–, como novedad para 2012 el tren ha llegado a un acuerdo con la National Gallery, por lo que un experto en arte del célebre museo se sumará a la salida entre Londres y París del 22 de septiembre para ahondar en la pintura impresionista, y a la del Londres-Venecia del 20 de octubre para pasear a los pasajeros por los escenarios de Canaletto.